Servirnos Unos a Otros en el Amor

La vida cristiana no es una senda de autoexaltación, sino de servicio, humildad y amor. En el centro del Evangelio se halla el ejemplo de Cristo, quien dijo: «El Hijo del Hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en redención por muchos» (Mateo 20,28). Este amor oblativo es el modelo para todo cristiano, que no está llamado a dominar ni a ser servido, sino a hacerse siervo de los demás, imitando al mismo Señor. El servicio no es una expresión opcional de caridad, sino una señal esencial del verdadero discipulado.

San Pablo exhorta a los fieles: «Por la caridad del espíritu servíos unos a otros» (Gálatas 5,13). Este llamado no es una simple cortesía social ni un gesto benévolo; es un acto espiritual enraizado en la gracia de Dios. El amor que los cristianos deben manifestar brota del Espíritu que habita en ellos. Servir a los demás, por tanto, se convierte en un acto de culto y en una expresión tangible de la vida interior. No se realiza para recibir aplausos ni recompensas terrenas, sino por obediencia a Cristo, quien nos amó cuando aún éramos pecadores.

En el Evangelio de San Juan, nuestro Señor ofrece un conmovedor ejemplo de ello al lavar los pies de sus discípulos: «Si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros» (Juan 13,14). Aquí, Cristo nos muestra que ninguna condición de vida exime del servicio humilde. Aquel que es Señor de todo se inclina para servir, no como gesto sentimental, sino como instrucción: que la grandeza en el Reino se mide por la disposición a descender por amor y elevar a los demás por gracia.

Servirnos unos a otros en el amor es participar del mismo misterio de la Pasión de Cristo. No se trata de una bondad superficial ni de un deber mecánico, sino de una unión profunda y a menudo costosa con el amor sufriente del Salvador, quien se entregó por completo y sin reserva. En cada acto de servicio verdadero—sobre todo aquellos que permanecen ocultos al mundo—hay una crucifixión del ego, una muerte del orgullo, de la autopromoción y del deseo natural de ser alabado o recompensado. Cristo no se aferró a su gloria legítima, sino que «se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo» (Filipenses 2,7). Así también el cristiano debe vaciarse, si su servicio ha de reflejar la imagen de Cristo.

Es una muerte diaria a las ambiciones que buscan la propia elevación, a la voz interior que exige reconocimiento, y a la ilusión de la autosuficiencia. Servir a los demás con amor es confesar, no con palabras sino con acciones, que todo lo que somos y todo lo que hacemos lo debemos a Dios, y que nuestras vidas están destinadas a ser derramadas para el bien de los demás. Este camino humilde no está exento de dolor, pues exige vulnerabilidad, paciencia y disposición a sufrir injusticias por amor a la paz. Y, sin embargo, en esta humildad nos acercamos a la Cruz, y al llevar las cargas de los otros, llevamos también las marcas de Cristo.

Como también exhorta San Pablo: «Nada hagáis por contienda ni por vana gloria; antes bien, en humildad, considerad a los demás como superiores a vosotros mismos» (Filipenses 2,3). Se nos invita aquí a reordenar nuestros afectos y a poner el bien del prójimo por encima de nuestras propias preferencias. El mundo exalta al fuerte, al ambicioso, al que se forja a sí mismo; pero el Evangelio llama bienaventurados a quienes sirven sin ser notados, perdonan sin exigir, y trabajan sin esperar recompensa. Tales personas no sólo imitan a Cristo—lo hacen presente.

En ese servicio, Cristo se revela y la Iglesia se edifica. Cada acto de sacrificio escondido, cada labor silenciosa por el bien del prójimo, se convierte en una piedra viva en el edificio del Cuerpo de Cristo, resplandeciente con la caridad que salva las almas y glorifica a Dios. Estas son las victorias invisibles de la gracia—la cuidadora que llora en silencio por el enfermo, el padre o madre que lucha agotado por sus hijos, el vecino que soporta con paciencia las faltas del otro. En ellos, la Iglesia se fortalece, no por la fama ni por la riqueza, sino por el amor hecho visible. Es aquí, en estas ofrendas humildes, donde el cielo se inclina, y Dios es glorificado en sus santos.

Que Dios os bendiga +

P. Carlos
12 de julio de 2025

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