Paz con Todos los Hombres

Un hombre dedicó años a construir un puente de cedro y hierro sobre un profundo barranco para alcanzar la casa de un amigo. Cargó él mismo cada viga, talló con esmero cada encaje, y colocó cada clavo con sudor y buena intención. El puente resistió tormentas y el paso del tiempo. Pero un día, traicionado y herido, prendió fuego al puente, convencido de que era la única manera de seguir adelante.

Mientras las llamas se alzaban, no sólo vio arder el puente, sino todo lo que había sacrificado para construirlo—su esfuerzo, su confianza, su arte. Y cuando el fuego se apagó, comprendió que no sólo había cortado el camino hacia el otro lado, sino que también había destruido el sendero que él mismo había recorrido para llegar a ser el hombre capaz de construir semejante puente.

Así aprendió que algunos puentes, una vez quemados, no ascienden en humo hacia el cielo—regresan en forma de pesar al alma. No toda traición exige fuego. A veces, el camino más sabio es custodiar la senda y cerrar la puerta, no demoler la carretera que uno mismo construyó con sus propias manos.

«Si es posible, en cuanto de vosotros dependa, tened paz con todos los hombres.» (Romanos 12,18)

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