En nuestra época, cuando la verdad se mercantiliza y la novedad se valora por encima de la fidelidad, la aflicción de la amnesia histórica se ha convertido en una de las mayores dolencias espirituales del mundo cristiano, especialmente entre muchos que se identifican como bautistas, evangélicos y miembros de diversas iglesias “no denominacionales”. Esta amnesia —el olvido o incluso la negación de la propia historia de la Iglesia— es una enfermedad teológica que separa a los creyentes del mismo Cuerpo de Cristo que dicen seguir.
El Apóstol Pablo escribió con claridad y urgencia: “Os ordenamos, hermanos, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que os apartéis de todo hermano que ande desordenadamente, y no según la tradición que recibió de nosotros” (2 Tesalonicenses 3:6).
Es evidente que, desde el principio, la Iglesia fue portadora de tradición. No surgió como una colección aleatoria de creyentes autónomos con una Biblia personal bajo el brazo. Fue formada, santificada y guiada por el Espíritu Santo a través de los Apóstoles, sus sucesores y la memoria viva de la Iglesia—una memoria preservada en su culto, su doctrina y sus decisiones conciliares. Esto es precisamente lo que llamamos Santa Tradición.
Sin embargo, para muchos hoy en día, la historia de la Iglesia comienza —y termina— con su congregación local o con su pastor fundador. Leen las Escrituras desconectados de la Iglesia que las canonizó. Afirman predicar el Evangelio mientras rechazan la misma liturgia y doctrina mediante las cuales ese Evangelio fue preservado. La tragedia de esta amnesia histórica es que no sólo genera olvido, sino también arrogancia—del tipo que presume de su ignorancia.
El impulso moderno evangélico y bautista surgió del terreno de la Reforma y floreció posteriormente en la atmósfera populista e individualista de América del Norte. En tal ambiente, todo lo que fuese “antiguo”, “ritualista” o “jerárquico” pasó a ser considerado sospechoso. Se elevó a los pastores por encima de los obispos. La interpretación privada desplazó a la mente conciliar de la Iglesia. Y los Padres—esos santos que dieron forma y protegieron la doctrina cristiana primitiva—fueron en gran medida olvidados o descartados.
Esta amnesia no es benigna. Ha abierto espacio para una multitud de falsas enseñanzas. El Apóstol Pablo advirtió a Timoteo con palabras que resuenan con mayor fuerza hoy que nunca: “Porque vendrá tiempo cuando no soportarán la sana doctrina, sino que, teniendo comezón de oídos, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias; y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas.” (2 Timoteo 4:3–4)
El protestantismo moderno está plagado de esta “comezón de oídos”—una apetencia por sermones que entretienen, mensajes que halagan y doctrinas que afirman ideologías mundanas en lugar de llamar a las almas al arrepentimiento y a la comunión con lo sagrado. La falta de arraigo histórico permite que cualquier novedad se vista de lenguaje bíblico y se presente como cristianismo auténtico.
La amnesia histórica no es solo un olvido del pasado; es un rechazo de nuestra herencia espiritual. La fe cristiana es encarnacional, enraizada en el tiempo, el espacio y la continuidad de la memoria sagrada. Los Padres de la Iglesia advirtieron que la fe debía ser resguardada y transmitida íntegra y sin corrupción. San Ireneo, escribiendo en el siglo II, afirmó:
“Está al alcance de todos, por tanto, en cada Iglesia, de aquellos que desean ver la verdad, contemplar claramente la tradición de los Apóstoles manifestada por todo el mundo.” (Contra las Herejías, III.3.1)
San Ireneo no hablaba de interpretaciones privadas ni de inspiraciones personales, sino de una tradición visible y continua.
La falta de raíces del evangelicalismo lo ha hecho vulnerable a modas, emocionalismo y cooptación política. Cuando se descarta la teología histórica, las iglesias se construyen sobre arena movediza. Cada pastor se convierte en su propio papa, cada congregación en su propio magisterio. Esta fragmentación es el resultado inevitable de la desconexión con la Iglesia histórica.
Otro rasgo de esta amnesia es la ironía del cristiano moderno que, al ser invitado a visitar la Iglesia Ortodoxa—el antiguo e inmutable Cuerpo de Cristo—responde: “No, gracias,” como si rechazara una invitación social. Esta actitud delata tanto arrogancia como ignorancia. La Iglesia Ortodoxa no es una curiosidad religiosa exótica. Es la misma Iglesia que preservó el Evangelio, canonizó las Escrituras, definió el dogma cristológico y alimentó a los mártires, monjes y confesores de todas las épocas.
Rechazar la Ortodoxia sin siquiera investigar no es solo un acto de deshonestidad intelectual, sino también de negligencia espiritual. La fe de los Apóstoles no es algo que se deba redescubrir en una iglesia improvisada del siglo XX. Ha estado aquí todo el tiempo, viva y activa, cantando los Salmos, guardando los ayunos, orando la Divina Liturgia y proclamando el Credo sin alteración.
Como lamentó el profeta Jeremías: “Así dijo el Señor: Paraos en los caminos, y mirad, y preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino, y andad por él, y hallaréis descanso para vuestra alma. Mas dijeron: No andaremos.” (Jeremías 6:16)
Este rechazo a buscar las “sendas antiguas” es precisamente el signo de quienes viven en amnesia espiritual. Se creen ricos en conocimiento mientras desprecian la sabiduría de los santos. Aseveran ser “cristianos del Nuevo Testamento” sin conocer nada de la Iglesia que les entregó ese Nuevo Testamento.
El remedio para esta enfermedad no es el escarnio ni la polémica, sino un llamado al arrepentimiento, a la humildad y al aprendizaje. Se debe acercar uno a la Iglesia con el corazón de un discípulo, no con la actitud altiva de un crítico. La historia de la Iglesia no es un museo de tradiciones muertas, sino la memoria viva de la Esposa de Cristo.
El Apóstol Judas nos exhorta: “Me ha sido necesario escribiros exhortándoos a que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos.”
(Judas 1:3)
Esa “fe una vez dada” no está sujeta a reinvención. No se reinventa cada generación por medio de líderes carismáticos o conferencias religiosas. Se conserva en la Iglesia Ortodoxa, a través de su liturgia, sus sacramentos, su jerarquía y su doctrina. Esa fe no está escondida, sino disponible para todo aquel que la busque con reverencia.
Queridos hermanos, la amnesia histórica es más que una falta de información: es una ruptura espiritual. Separa a los creyentes de la Iglesia de los Padres, de los mártires, de los apóstoles, y en última instancia, de Cristo mismo, que es la Cabeza de un Cuerpo visible. Para recuperar la plenitud de la vida cristiana, uno debe recuperar la memoria—no sólo de eventos, sino de pertenencia.
Que el que tenga oídos, oiga esta palabra. Regresad a la Iglesia que recuerda. Regresad a la fe que moldeó el mundo. Regresad al camino que conduce al Reino. El olvido no es humildad; es rebeldía. Y la cura para la amnesia es el recuerdo.
Como advirtió nuestro Señor: “Mirad que nadie os engañe. Porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo; y engañarán a muchos.” (Mateo 24:4–5)
Y también dijo: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.”
(Apocalipsis 2:7)
Recordemos, para que podamos verdaderamente pertenecer a Cristo.
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