«No hagas sonar trompeta por tus logros, ni desesperes cuando peques». (San Efrén el Sirio) En estas breves palabras, él señala dos peligros que atrapan al alma cristiana: 1) el orgullo en la ostentación exterior y 2) la desesperación en la debilidad interior. Ambos son contrarios al camino de nuestro Señor Jesucristo, quien ordena a sus discípulos andar en humildad y esperanza.
Nuestro Señor mismo advirtió contra la vana ostentación de la piedad cuando dijo: «Cuando ores, no seas como los hipócritas, porque a ellos les gusta ponerse de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles para orar y ser vistos por los hombres. De cierto les digo que ya han recibido su recompensa. Pero tú, cuando ores, entra a tu aposento, y habiendo cerrado la puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto, y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público.» (San Mateo 6:5-6). Aquí, Cristo no reprende el acto mismo de orar, sino el espíritu en el que se ofrece: si busca los ojos de los hombres o la mirada de Dios únicamente.
San Pablo, de igual manera, exhortó a los corintios a no jactarse de sus obras o dones. Escribió: «Porque, ¿quién te ha examinado? ¿O qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué haces alarde de ellos como si no lo hubieras recibido?» (1 Corintios 4:7). El Apóstol insiste en que toda gracia procede de Dios, y por tanto toda jactancia es vana salvo en el Señor que concede. Y confiesa además de sí mismo: «pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no ha sido en vano para conmigo, sino que he trabajado con afán mucho más que todos ellos, no yo, sino la gracia de Él que ha sido conmigo.» (1 Corintios 15:10). Así, la humildad y la acción de gracias protegen el corazón de la autoexaltación.
Tomadas en conjunto, la enseñanza de Cristo, el consejo de San Pablo y la admonición de San Efrén revelan el mismo camino. Hacer alarde de los propios logros es robar a Dios la gloria que sólo a Él corresponde. Desesperar por los propios pecados es negar Su misericordia, que supera toda falta. La verdadera oración es oculta, la verdadera fe es silenciosa, y la verdadera humildad no se mide frente a los demás. Como cristianos, permanecemos en secreto ante Dios, ofreciendo lo que somos: pecadores sostenidos por la gracia, esperando misericordia con esperanza, y rehusando atraer atención a nuestra propia justicia.
Como discípulos de Cristo Jesús, debemos mantener ambos lados de este consejo: ocultar nuestra oración y nuestras obras de los ojos de los hombres, y resistir la voz de la desesperanza cuando el pecado nos sobrecoge. Porque aquel que no se gloría en su fuerza ni desespera en su debilidad es quien permanece firmemente sobre la misericordia de Cristo.
Que Dios le bendiga +
Rvdo. P. Charles de Jesús y María
25 de septiembre de 2025

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