Amados en Cristo, a lo largo de todas las edades de la Santa Iglesia, los fieles han encontrado pruebas, tiempos de incertidumbre y momentos de profundo desaliento. Desde las persecuciones de los primeros mártires, pasando por las luchas de los padres del desierto, hasta las dificultades cotidianas que soportamos en nuestro tiempo, la llamada de nuestro Señor ha permanecido inmutable: tomar la Cruz y seguirle con firmeza. En medio de la duda, de la tentación o de la aflicción, la luz radiante del Evangelio no se apaga, sino que continúa ardiendo como una llama constante e inquebrantable. San Pablo nos recuerda: “Porque caminamos por la fe, no por la vista” (2 Corintios 5:7). Esta santa fe, plantada en nosotros mediante el Bautismo y alimentada continuamente por la gracia de los santos misterios, nos permite perseverar aun cuando el camino se hace arduo y el horizonte permanece oculto a la vista.
Caminar hacia adelante con tal confianza no significa negar el peso de nuestros sufrimientos ni fingir que la tristeza y la lucha no son reales. Más bien, significa colocar nuestra esperanza y confianza en la victoria ya asegurada por la Pasión salvadora y la gloriosa Resurrección de Cristo. Nuestro Señor Resucitado confortó a sus discípulos cuando les declaró: “En el mundo tendréis tribulación. Pero tened ánimo; yo he vencido al mundo” (Juan 16:33). Cada vez que participamos de la Santa Eucaristía, recibimos no solo el Cuerpo y la Sangre del Señor para vida eterna, sino también un anticipo de su triunfo sobre la muerte y el pecado. En esos momentos santos, la fuerza y el valor son derramados en nuestras almas, capacitándonos para soportar con paciencia y esperanza. Cuando la carga de la vida se hace pesada, la familia parroquial debe ser nuestro refugio, un lugar donde nos sostenemos unos a otros en la oración, compartimos las luchas de cada cual y recordamos a toda alma que nadie camina este sendero en soledad.
Sin embargo, avanzar con perseverancia es una tarea santa que llama a cada uno de nosotros a dar un testimonio activo en la vida diaria. La perseverancia se manifiesta en la fidelidad de la oración, incluso cuando la oración parece seca o distraída. Se revela en los actos de caridad, especialmente cuando esos actos exigen sacrificio. Brilla en el valor de perdonar, aun cuando nuestro orgullo resiste la reconciliación. En estas obediencias sencillas y humildes, la oscuridad de este mundo se dispersa poco a poco por la luz de Cristo. Tal testimonio no pasa desapercibido, pues incluso el acto más pequeño de fidelidad es una proclamación de la firmeza de un alma que se niega a rendirse al desaliento. Por medio de estas obras vivas, la parroquia misma se convierte en un faro para el mundo, ofreciendo un testimonio silencioso pero poderoso de la fuerza inquebrantable de la santa fe.
Por tanto, amados hermanos y hermanas, no vacilemos ni retrocedamos cuando las pruebas se levanten ante nosotros. Más bien, caminemos adelante con confianza, asegurados por la promesa del Señor: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20). Cada Divina Liturgia, cada confesión de los pecados, cada oración susurrada desde el corazón es un paso más en el estrecho camino que conduce a la vida eterna. Los santos que nos han precedido no evitaron la dureza, sino que atravesaron la oscuridad con una confianza inquebrantable en el Señor. Ahora nos rodean como una gran nube de testigos, intercediendo por nosotros y animándonos en nuestro camino. Fortalecidos por sus oraciones y por la gracia de Dios, nosotros también hemos de cobrar valor y seguir corriendo la carrera que se nos ha puesto delante, hasta que, por fin, se nos conceda la alegría inefable de contemplar el rostro de Dios en su gloria celestial.
Rvdo. P. Carlos de Jesús y María

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